Miami, capital hispana de la desesperación
11 de diciembre de 2007, 23:16
Beto Ortiz
Lima, Perú
"No es lo mismo ser profundo que haberse venido abajo", María Elena Walsh.
Hasta hace unos meses, es verdad, yo me alucinaba vedette. Era el clásico celebrity de provincias: petulante y muy pagado de su suerte. Ahora, en cambio, no soy otra cosa que un N.N. Un distinguido Don Nadie, es decir, un monumento vivo al comemierda desconocido. Los cubanos usan mucho esta palabra cuando quieren decir: cretino, pobre diablo, infeliz. Es una expresión infame pero certera. Porque en eso te conviertes cuando el modo en que juegas tus cartas te pone en una encrucijada tal que terminas comiéndotela todita: tu propia mierda y, a veces, mala cosa, también la ajena.
Fíjense en los pasajeros de este ómnibus, por ejemplo. Es un ómnibus moderno, aerodinámico, inteligente. Es un ómnibus que habla. Y su voz metálica y femenina te avisa cuál es la próxima parada y te recuerda sujetarte fuerte del pasamanos al bajar: "Next stop: Opa-Locka Station." Todo muy lindo. Pero nosotros -su contenido- no hacemos juego con tanta sofisticación. Es mucho carro para nosotros. Mucha lata para tan poco atún. Mírennos nomás. Mírennos las caras, la ropa, los zapatos. Estas caras de andar debiendo dos meses de renta y vivir temiendo que nos echen de nuevo a la calle y, otra vez, no tener ni dónde pasar la noche. Esta fea ropa barata de liquidación de temporada que más parece la colección primavera-verano del Ejército de Salvación. Estos zapatos mustios, despellejados, tan exhaustos de patear las latas de cerveza que otros chupan. Y tan hartos, sobre todo, de escapar. Mírennos sin miedo. Huélanos. Olemos a pobre, ¿verdad? ¿A qué olemos?, ¿a tristeza, a sudor, a plátano, a kerosene? Vaya colorida delegación de la humanidad la que componemos. Vaya comparsa de perdedores.
La mayoría duerme con la cabeza reclinada, dejando sobre las ventanas un leve rastro de grasa. No es para menos, se parten los lomos en cuatro, trabajan hasta boquear y estos pesados viajes de un extremo a otro de la ciudad, con sus larguísimas escalas y atolladeros y transbordos son, ni más ni menos, que la agonía en el Getsemaní. Se hacen más interminables que la propia jornada laboral. Tres horas de ida, tres horas de vuelta. Seis horas al día yendo o regresando de un lugar al que jamás hubieras querido ir a parar. En una semana son treinta horas y en un mes, ciento veinte. Al final del año te habrás pasado sesenta días -dos meses íntegros- sentado en el bus. Bonita manera de envejecer con dignidad. Porque el trabajo dignifica, ¿no? Especialmente cuando es un trabajo hasta el culo, dignifica que da gusto. Pero déjanos. Déjanos nomás seguir durmiendo con la boca abierta como ahorcados. Mejor ni nos digas nada. Mira que venirse a vivir a Miami para andar a pie, ¿a quién coño se le ocurre ponerse a caminar en una ciudad de autopistas que ni siquiera tiene veredas? ¿A quién se le ocurre depender de un horario de buses cuando el más barato de los autos de segunda apenas si llega a costarte 400 pesos? Ser peatón en Miami es ser un leproso. Ser incapaz de agenciarse cuatro ruedas sí que no tiene perdón de Dios. Para llegar a ese extremo sí que se necesita ser el campeón olímpico absoluto del comemierdaje profesional. Pero miren nomás a mis compañeros de viaje. Los que siguen despiertos, hablan por celulares de tarifa plana, escuchan música pirateada de Internet en sus walk-man marca Coby o leen los avisos clasificados de algún periódico de distribución gratuita. Pocos conversan. Todos desconfían. Ya les han metido el dedo gordo en el culo demasiadas veces como para no haber aprendido la lección. Y pese a lo que reza un letrero publicitario de un prestigioso banco en el que ninguno de nosotros tiene cuenta, "Smile. You're going home", nadie sonríe. Precisamente por eso, porque home es lo que más nos falta, porque a la mayoría de nosotros ya no nos queda adónde voltear los ojos. Ya no tenemos adónde regresar. Porque nuestras casas ya no existen, porque las volamos en mil pedazos antes de irnos, o porque quedan muy lejos como para soñar que este bus pudiera algún día regresarnos por donde vinimos. Somos todos homeless, vagabundos, inquilinos precarios y con orden de desalojo. Somos todos negros o ancianos o seropositivos. Somos drogadictos o fracasados crónicos o minusválidos. Somos todos prófugos, maldita sea: fucking latinos. Y el único lujo que nos está permitido es esta pelotuda melancolía. Una melancolía que, si te dejas, te abotaga, te aturde, te paraliza.
Para esos casos, siempre es providencial tener una reserva del más eficaz de los combustibles de emergencia. Salvo que quieras dedicarte a escribir boleros o rancheras o valsecitos, la pena nunca sirve para malhaya la cosa. El rencor, en cambio, es energía. Energía purísima. Es una bendición. Derriba muros, mueve montañas. El chiquillo que viaja a mi lado -tatuajes en chino, pinta de pandillerito boricua, arete en la ceja- me gusta como mierda y, sin embargo, hay algo en él que me repugna y me exaspera. Debe ser su estúpida manera de masticar el chicle lo que me resulta tan odioso y familiar. Me he dado cuenta que, de rato en rato, me queda viendo de reojo con una sonrisita entre indulgente y pendejereta. ¿Me está computando? A no dudarlo. Me han comenzado a sudar las manos. Hay que hacer algo pronto cuando eso pasa porque si no, identifican al toque el olor de tu miedo. Me decido por eso a incrustarle sin asco la mirada -¿cuál es tu cau cau?- pero entonces, no contento con sonreírme, putoncísimo -uno importado para tu colección- abre la boca y me habla con ese sonsonete tan inconfundiblemente nuestro: "Oe, causa, tú eres peruano, ¿no?".
El fuego del ridículo se me enciende por dentro y mi rostro adquiere un decidido rojo bandera. Siento ganas de pararme y salir corriendo, de saltar a la calle por una ventana y caer parado y seguir corriendo. No lo tolero un segundo más. La barriga me duele de vergüenza. Pero no es la clásica vergüenza de ser peruano, sino otra, todavía peor. Es la vergüenza de saberme descubierto, de que se den cuenta que soy yo. En medio de mi taquicardia, intento disuadirlo hablándole en inglés, diciéndole que me confunde con otra persona, negándome tres veces como Pedro a su pobre amigo al que clavaron sin misericordia. Peor todavía, me ha reconocido y luce contento de su hallazgo, el muy lacra: "¿crees que soy gil, no? Tú eres Beto Ortiz, pues, ¿vas a hacerte el loco?, yo siempre veía tu programa". Esto es la cagazón. Huyamos hacia la derecha, Yogui. Todos en esta ciudad estamos huyendo de algo y este es, precisamente, el mal sueño que yo, en vano, intento dejar atrás. El rutilante infierno de la mala fama. Hace unos meses, allá de donde vengo, me saludaba -por donde fuera- un montón de gente de la que yo no quería -ni en pelea de perros- ser amigo. Pero en este pueblo, mi cara mofletuda no le dice nada a nadie. Nadie tiene por qué conocer a un pinche perucho que salía hace varios años por un canal que ni siquiera llegó a verse nunca por el cable. En eso consiste, pues, mi nueva fortuna. Soy Hannibal Lecter telefoneando -con sombrerito y camisa hawaiana- desde el Africa. Aquí nadie tiene la menor idea -todavía- del tremendo conchesuvidita que soy. Los que todavía no han podido pero se la pasan soñando con venir, juran pues que en las calles lúcumas de Miami van a danzar entre flamencos en patines y delfines de neón. No tienen la más puta idea de lo que, en verdad, les espera. El máximo mérito de esta aldea desalmada es el de haber batido los poco exigentes récords de hambruna de la nación más groseramente obesa del planeta. Pero, por si eso fuera poco, es además el último refugio de los miles de anónimas víctimas que llegamos, hora tras hora, por oleadas, cual refugiados de guerra, desde el sur. Esa cola del control migratorio es un muestrario de todas las variedades imaginables de damnificados: huérfanos y viudas, heridos y quemados, contusos y mutilados por los feroces bombardeos con que -sistemáticamente- nos fríe la brutal artillería de la vida.
Miami, no hay vuelta qué darle, es la capital hispana de la desesperación. Mas no seamos injustos: es también un hospital de campaña, un centro terapéutico, un gigantesco albergue de rehabilitación. Una renovadora de vidas hechas pedazos. Si no lo creen, mírenme. Yo soy el vivo testimonio de su poder sanador. Miami sana, salva y santifica. Porque nadie sabe la cara que tenía el alma en pena que era yo cuando, por la gracia de no sé qué santo, llegué hasta aquí tras haber completado la difícil misión de cagarla toda.
En junio del 2003, un caritativo ticket aéreo, cortesía de "Aerocontinente", sirvió para transportar mis calcinados, fantasmagóricos, irreconocibles escombros desde nuestro primer puerto del Callao hasta estas playas tibias, mullidas, esmeraldas a las que llegaba en calidad de náufrago. Con las dos manos adelante y ninguna atrás. Con semejante poto al aire. Ni más ni menos que un balsero. O peor, un valsero. Un valsero que sufre ridiculamente: apiádate de mí si tienes corazón, préstame tus agonías, ódiame sin medida ni clemencia. Mi vida, si alguna vez la tuve, se había diluido en las voraginosas aguas negras que, antes de contribuir decididamente a la riqueza ictiológica de nuestras 200 millas marinas, discurren inexorables por los ruinosos desagües limeños en los que, con tesón, me había empeñado en sumergirme, sin escafandra ni tanque de oxígeno, desde hacía ya muchísimo tiempo. Y sumándose a mi larguísima lista de amores no correspondidos, sentía ahora cómo mi país, mi Perucito precioso y chuchesumadre, me estaba expectorando cual si yo fuera una secreción infecta, dañina, purulenta.
Mientras contemplaba desde el aire las míticas chancherías que florecen frente al mar negruzco de Ventanilla, iba adquiriendo, poco a poco, la certeza de que, ahora sí, lo nuestro había llegado a su fin. Estábamos terminando para siempre. Y mientras pasaba una postrera revista a mis dominios y aquellos entrañables muladares se perdían en el horizonte, yo no hacía otra cosa que llorar. Juro que lloraba en quechua como mamacha en noticiero. "El Perú me odia -pensé-. Nadie allí abajo me va a extrañar, pero ¡qué chucha!¡País de mierda!". Pero ten presente, de acuerdo a la experiencia, que tan sólo se odia lo querido.
Beto Ortiz es escritor y periodista. Conocida figura de la TV peruana, ha conducido y dirigido polémicos programas televisivos. Su columna Pandemonio -que aparece desde 1995- es una de las más leídas en el diario Perú 21. Es autor de libros de ficción y de crónicas. Entre 2004 y 2006 vivió como asilado político en los Estados Unidos.
Las opiniones expresadas aquí son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente están de acuerdo con los criterios del reponsable de esta pagina
MI MADRE, MI MEJOR AMIGA
11 de diciembre de 2007, 23:16
Beto Ortiz
Lima, Perú
"No es lo mismo ser profundo que haberse venido abajo", María Elena Walsh.
Hasta hace unos meses, es verdad, yo me alucinaba vedette. Era el clásico celebrity de provincias: petulante y muy pagado de su suerte. Ahora, en cambio, no soy otra cosa que un N.N. Un distinguido Don Nadie, es decir, un monumento vivo al comemierda desconocido. Los cubanos usan mucho esta palabra cuando quieren decir: cretino, pobre diablo, infeliz. Es una expresión infame pero certera. Porque en eso te conviertes cuando el modo en que juegas tus cartas te pone en una encrucijada tal que terminas comiéndotela todita: tu propia mierda y, a veces, mala cosa, también la ajena.
Fíjense en los pasajeros de este ómnibus, por ejemplo. Es un ómnibus moderno, aerodinámico, inteligente. Es un ómnibus que habla. Y su voz metálica y femenina te avisa cuál es la próxima parada y te recuerda sujetarte fuerte del pasamanos al bajar: "Next stop: Opa-Locka Station." Todo muy lindo. Pero nosotros -su contenido- no hacemos juego con tanta sofisticación. Es mucho carro para nosotros. Mucha lata para tan poco atún. Mírennos nomás. Mírennos las caras, la ropa, los zapatos. Estas caras de andar debiendo dos meses de renta y vivir temiendo que nos echen de nuevo a la calle y, otra vez, no tener ni dónde pasar la noche. Esta fea ropa barata de liquidación de temporada que más parece la colección primavera-verano del Ejército de Salvación. Estos zapatos mustios, despellejados, tan exhaustos de patear las latas de cerveza que otros chupan. Y tan hartos, sobre todo, de escapar. Mírennos sin miedo. Huélanos. Olemos a pobre, ¿verdad? ¿A qué olemos?, ¿a tristeza, a sudor, a plátano, a kerosene? Vaya colorida delegación de la humanidad la que componemos. Vaya comparsa de perdedores.
La mayoría duerme con la cabeza reclinada, dejando sobre las ventanas un leve rastro de grasa. No es para menos, se parten los lomos en cuatro, trabajan hasta boquear y estos pesados viajes de un extremo a otro de la ciudad, con sus larguísimas escalas y atolladeros y transbordos son, ni más ni menos, que la agonía en el Getsemaní. Se hacen más interminables que la propia jornada laboral. Tres horas de ida, tres horas de vuelta. Seis horas al día yendo o regresando de un lugar al que jamás hubieras querido ir a parar. En una semana son treinta horas y en un mes, ciento veinte. Al final del año te habrás pasado sesenta días -dos meses íntegros- sentado en el bus. Bonita manera de envejecer con dignidad. Porque el trabajo dignifica, ¿no? Especialmente cuando es un trabajo hasta el culo, dignifica que da gusto. Pero déjanos. Déjanos nomás seguir durmiendo con la boca abierta como ahorcados. Mejor ni nos digas nada. Mira que venirse a vivir a Miami para andar a pie, ¿a quién coño se le ocurre ponerse a caminar en una ciudad de autopistas que ni siquiera tiene veredas? ¿A quién se le ocurre depender de un horario de buses cuando el más barato de los autos de segunda apenas si llega a costarte 400 pesos? Ser peatón en Miami es ser un leproso. Ser incapaz de agenciarse cuatro ruedas sí que no tiene perdón de Dios. Para llegar a ese extremo sí que se necesita ser el campeón olímpico absoluto del comemierdaje profesional. Pero miren nomás a mis compañeros de viaje. Los que siguen despiertos, hablan por celulares de tarifa plana, escuchan música pirateada de Internet en sus walk-man marca Coby o leen los avisos clasificados de algún periódico de distribución gratuita. Pocos conversan. Todos desconfían. Ya les han metido el dedo gordo en el culo demasiadas veces como para no haber aprendido la lección. Y pese a lo que reza un letrero publicitario de un prestigioso banco en el que ninguno de nosotros tiene cuenta, "Smile. You're going home", nadie sonríe. Precisamente por eso, porque home es lo que más nos falta, porque a la mayoría de nosotros ya no nos queda adónde voltear los ojos. Ya no tenemos adónde regresar. Porque nuestras casas ya no existen, porque las volamos en mil pedazos antes de irnos, o porque quedan muy lejos como para soñar que este bus pudiera algún día regresarnos por donde vinimos. Somos todos homeless, vagabundos, inquilinos precarios y con orden de desalojo. Somos todos negros o ancianos o seropositivos. Somos drogadictos o fracasados crónicos o minusválidos. Somos todos prófugos, maldita sea: fucking latinos. Y el único lujo que nos está permitido es esta pelotuda melancolía. Una melancolía que, si te dejas, te abotaga, te aturde, te paraliza.
Para esos casos, siempre es providencial tener una reserva del más eficaz de los combustibles de emergencia. Salvo que quieras dedicarte a escribir boleros o rancheras o valsecitos, la pena nunca sirve para malhaya la cosa. El rencor, en cambio, es energía. Energía purísima. Es una bendición. Derriba muros, mueve montañas. El chiquillo que viaja a mi lado -tatuajes en chino, pinta de pandillerito boricua, arete en la ceja- me gusta como mierda y, sin embargo, hay algo en él que me repugna y me exaspera. Debe ser su estúpida manera de masticar el chicle lo que me resulta tan odioso y familiar. Me he dado cuenta que, de rato en rato, me queda viendo de reojo con una sonrisita entre indulgente y pendejereta. ¿Me está computando? A no dudarlo. Me han comenzado a sudar las manos. Hay que hacer algo pronto cuando eso pasa porque si no, identifican al toque el olor de tu miedo. Me decido por eso a incrustarle sin asco la mirada -¿cuál es tu cau cau?- pero entonces, no contento con sonreírme, putoncísimo -uno importado para tu colección- abre la boca y me habla con ese sonsonete tan inconfundiblemente nuestro: "Oe, causa, tú eres peruano, ¿no?".
El fuego del ridículo se me enciende por dentro y mi rostro adquiere un decidido rojo bandera. Siento ganas de pararme y salir corriendo, de saltar a la calle por una ventana y caer parado y seguir corriendo. No lo tolero un segundo más. La barriga me duele de vergüenza. Pero no es la clásica vergüenza de ser peruano, sino otra, todavía peor. Es la vergüenza de saberme descubierto, de que se den cuenta que soy yo. En medio de mi taquicardia, intento disuadirlo hablándole en inglés, diciéndole que me confunde con otra persona, negándome tres veces como Pedro a su pobre amigo al que clavaron sin misericordia. Peor todavía, me ha reconocido y luce contento de su hallazgo, el muy lacra: "¿crees que soy gil, no? Tú eres Beto Ortiz, pues, ¿vas a hacerte el loco?, yo siempre veía tu programa". Esto es la cagazón. Huyamos hacia la derecha, Yogui. Todos en esta ciudad estamos huyendo de algo y este es, precisamente, el mal sueño que yo, en vano, intento dejar atrás. El rutilante infierno de la mala fama. Hace unos meses, allá de donde vengo, me saludaba -por donde fuera- un montón de gente de la que yo no quería -ni en pelea de perros- ser amigo. Pero en este pueblo, mi cara mofletuda no le dice nada a nadie. Nadie tiene por qué conocer a un pinche perucho que salía hace varios años por un canal que ni siquiera llegó a verse nunca por el cable. En eso consiste, pues, mi nueva fortuna. Soy Hannibal Lecter telefoneando -con sombrerito y camisa hawaiana- desde el Africa. Aquí nadie tiene la menor idea -todavía- del tremendo conchesuvidita que soy. Los que todavía no han podido pero se la pasan soñando con venir, juran pues que en las calles lúcumas de Miami van a danzar entre flamencos en patines y delfines de neón. No tienen la más puta idea de lo que, en verdad, les espera. El máximo mérito de esta aldea desalmada es el de haber batido los poco exigentes récords de hambruna de la nación más groseramente obesa del planeta. Pero, por si eso fuera poco, es además el último refugio de los miles de anónimas víctimas que llegamos, hora tras hora, por oleadas, cual refugiados de guerra, desde el sur. Esa cola del control migratorio es un muestrario de todas las variedades imaginables de damnificados: huérfanos y viudas, heridos y quemados, contusos y mutilados por los feroces bombardeos con que -sistemáticamente- nos fríe la brutal artillería de la vida.
Miami, no hay vuelta qué darle, es la capital hispana de la desesperación. Mas no seamos injustos: es también un hospital de campaña, un centro terapéutico, un gigantesco albergue de rehabilitación. Una renovadora de vidas hechas pedazos. Si no lo creen, mírenme. Yo soy el vivo testimonio de su poder sanador. Miami sana, salva y santifica. Porque nadie sabe la cara que tenía el alma en pena que era yo cuando, por la gracia de no sé qué santo, llegué hasta aquí tras haber completado la difícil misión de cagarla toda.
En junio del 2003, un caritativo ticket aéreo, cortesía de "Aerocontinente", sirvió para transportar mis calcinados, fantasmagóricos, irreconocibles escombros desde nuestro primer puerto del Callao hasta estas playas tibias, mullidas, esmeraldas a las que llegaba en calidad de náufrago. Con las dos manos adelante y ninguna atrás. Con semejante poto al aire. Ni más ni menos que un balsero. O peor, un valsero. Un valsero que sufre ridiculamente: apiádate de mí si tienes corazón, préstame tus agonías, ódiame sin medida ni clemencia. Mi vida, si alguna vez la tuve, se había diluido en las voraginosas aguas negras que, antes de contribuir decididamente a la riqueza ictiológica de nuestras 200 millas marinas, discurren inexorables por los ruinosos desagües limeños en los que, con tesón, me había empeñado en sumergirme, sin escafandra ni tanque de oxígeno, desde hacía ya muchísimo tiempo. Y sumándose a mi larguísima lista de amores no correspondidos, sentía ahora cómo mi país, mi Perucito precioso y chuchesumadre, me estaba expectorando cual si yo fuera una secreción infecta, dañina, purulenta.
Mientras contemplaba desde el aire las míticas chancherías que florecen frente al mar negruzco de Ventanilla, iba adquiriendo, poco a poco, la certeza de que, ahora sí, lo nuestro había llegado a su fin. Estábamos terminando para siempre. Y mientras pasaba una postrera revista a mis dominios y aquellos entrañables muladares se perdían en el horizonte, yo no hacía otra cosa que llorar. Juro que lloraba en quechua como mamacha en noticiero. "El Perú me odia -pensé-. Nadie allí abajo me va a extrañar, pero ¡qué chucha!¡País de mierda!". Pero ten presente, de acuerdo a la experiencia, que tan sólo se odia lo querido.
Beto Ortiz es escritor y periodista. Conocida figura de la TV peruana, ha conducido y dirigido polémicos programas televisivos. Su columna Pandemonio -que aparece desde 1995- es una de las más leídas en el diario Perú 21. Es autor de libros de ficción y de crónicas. Entre 2004 y 2006 vivió como asilado político en los Estados Unidos.
Las opiniones expresadas aquí son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente están de acuerdo con los criterios del reponsable de esta pagina
MI MADRE, MI MEJOR AMIGA
Dos amigos se encontraban tomando un café, y uno le comenta en tono de
queja
al otro:
* Mi mamá me llama mucho por teléfono a la oficina y solo para pedirme
que
vaya a conversar con ella, siempre la misma quejadera, que se siente
sola";
la verdad yo voy poco y en ocasiones siento que me molesta su forma de
ser.
Ya sabes como son los viejos:
Cuentan las mismas cosas una y otra vez y sin mencionar de los achaques
que
estrena cada día; y bueno, como tu sabes nunca me faltan los compromisos:
Que el trabajo, que los amigos, la Asociación.. .. En fin sabes como es,
No?.........
El otro amigo se queda callado, y luego responde:
Yo en cambio, converso mucho con mi mamá; cada vez que estoy triste, voy
con ella; cuando me siento solo o cuando tengo un
problema y necesito fortaleza, acudo a ella y ella me conforta, me da
fortaleza, y siempre termino sintiéndome mejor.
Caramba - se apenó el otro - Eres mejor que yo.
No lo creas, soy igual que tu, o al menos lo era - respondió el amigo con
tristeza. En realidad visito a mi mamá en el cementerio.
Murió hace tiempo, pero mientras estuvo conmigo, tampoco yo iba a
conversar
con ella pensaba y sentía lo mismo que tú. Y no sabes
cuanta falta me hace ahora su presencia, cuánto no daría por sentir las
caricias que con tanto amor me prodigaba, y que rechazaba
porque "ya no era un niño"; ó cuánto me pesa no haber escuchado todos los
consejos que me daba, cuando con torpeza le decía:
"Yo sé lo que hago", y por ello cometí muchos errores. Ay amigo, si
supieras
ahora como la busco, y ahora es mi mejor amiga.
Cuando sentado en la tierra fría del camposanto mirando solo su foto en
el
muro gris, en el que le puse "te amo", (palabras que
nunca escuchó de mis labios), le pido que me perdone por haber sido tan
frío, por las veces que le mentí, y por los muchos besos que no le di,
más
el silencio me responde y cuando una brisa acaricia mis mejillas, sé que
ella me perdona.
Mira con ojos empañados a su amigo y luego dice- Discúlpame este
arranque,
pero si de algo te sirve mi experiencia, conversa
con ella hoy que la tienes, valora su presencia resaltando sus virtudes
que
seguro posee, deja a un lado sus errores, que de una u
otra forman parte de su ser. No esperes a que esté en un cementerio
porque
ahí la reflexión duele hasta el fondo del alma, porque
entiendes que ya nunca podrás hacer lo que dejaste pendiente, será un
hueco
que nunca podrás llenar. No permitas que te pase lo que me pasó a mí.
En el camino, iba pensando en las palabras de su amigo. Cuando llegó a la
oficina, dijo a su secretaria: Comuníqueme por favor con mi madre, no me
pase mas llamadas y también modifique mi agenda porque este día lo
dedicaré
a ella!.
¿Tú crees que esto sólo se refiere a los padres? ¡Pues no!! Siempre
estamos
devaluando el cariño o la amistad de las personas que
amamos y dejamos pasar las ocasiones sin demostrar nuestro aprecio,
nuestro
amor expresado en palabras y hechos, solo cuando en
ocasiones los perdemos, recién caemos en la cuenta cuán importantes eran.
¡No dejes pasar este día sin decir "te amo".
queja
al otro:
* Mi mamá me llama mucho por teléfono a la oficina y solo para pedirme
que
vaya a conversar con ella, siempre la misma quejadera, que se siente
sola";
la verdad yo voy poco y en ocasiones siento que me molesta su forma de
ser.
Ya sabes como son los viejos:
Cuentan las mismas cosas una y otra vez y sin mencionar de los achaques
que
estrena cada día; y bueno, como tu sabes nunca me faltan los compromisos:
Que el trabajo, que los amigos, la Asociación.. .. En fin sabes como es,
No?.........
El otro amigo se queda callado, y luego responde:
Yo en cambio, converso mucho con mi mamá; cada vez que estoy triste, voy
con ella; cuando me siento solo o cuando tengo un
problema y necesito fortaleza, acudo a ella y ella me conforta, me da
fortaleza, y siempre termino sintiéndome mejor.
Caramba - se apenó el otro - Eres mejor que yo.
No lo creas, soy igual que tu, o al menos lo era - respondió el amigo con
tristeza. En realidad visito a mi mamá en el cementerio.
Murió hace tiempo, pero mientras estuvo conmigo, tampoco yo iba a
conversar
con ella pensaba y sentía lo mismo que tú. Y no sabes
cuanta falta me hace ahora su presencia, cuánto no daría por sentir las
caricias que con tanto amor me prodigaba, y que rechazaba
porque "ya no era un niño"; ó cuánto me pesa no haber escuchado todos los
consejos que me daba, cuando con torpeza le decía:
"Yo sé lo que hago", y por ello cometí muchos errores. Ay amigo, si
supieras
ahora como la busco, y ahora es mi mejor amiga.
Cuando sentado en la tierra fría del camposanto mirando solo su foto en
el
muro gris, en el que le puse "te amo", (palabras que
nunca escuchó de mis labios), le pido que me perdone por haber sido tan
frío, por las veces que le mentí, y por los muchos besos que no le di,
más
el silencio me responde y cuando una brisa acaricia mis mejillas, sé que
ella me perdona.
Mira con ojos empañados a su amigo y luego dice- Discúlpame este
arranque,
pero si de algo te sirve mi experiencia, conversa
con ella hoy que la tienes, valora su presencia resaltando sus virtudes
que
seguro posee, deja a un lado sus errores, que de una u
otra forman parte de su ser. No esperes a que esté en un cementerio
porque
ahí la reflexión duele hasta el fondo del alma, porque
entiendes que ya nunca podrás hacer lo que dejaste pendiente, será un
hueco
que nunca podrás llenar. No permitas que te pase lo que me pasó a mí.
En el camino, iba pensando en las palabras de su amigo. Cuando llegó a la
oficina, dijo a su secretaria: Comuníqueme por favor con mi madre, no me
pase mas llamadas y también modifique mi agenda porque este día lo
dedicaré
a ella!.
¿Tú crees que esto sólo se refiere a los padres? ¡Pues no!! Siempre
estamos
devaluando el cariño o la amistad de las personas que
amamos y dejamos pasar las ocasiones sin demostrar nuestro aprecio,
nuestro
amor expresado en palabras y hechos, solo cuando en
ocasiones los perdemos, recién caemos en la cuenta cuán importantes eran.
¡No dejes pasar este día sin decir "te amo".